Elsa, la hermana mayor de una familia campesina, fue la responsable de sus hermanos cuando sus padres dejaron de serlo y fueron convertidos en cruces. Sus padres habían sido positivos de la violencia de los años 50.
Elsa tenía claro que su misión estaba reducida a ir tras el pan y las contiendas para mantener viva la historia de su madre a quien tanto había admirado. Cuando asomó a los 12 años y recreaba sueños adolescentes con sus cúpulas anunciando gacelas alegres en su cuerpo y el cantón de su sexo floreciendo, estaría ella en el puerto preciso para caminar los pasos con el espejo de un amor.
Ahora a sus 35 comprendía que lograrlo, estaba a una distancia tan indeterminable como conseguir cada año unos zapatos nuevos. Sin embargo, un 29 de Junio (día de fiesta religiosa) partió en el primer campero rumba a la ciudad grande, la de los muros que llena de sueños a los hombres descalzos, a los mismos que viven entre las zarzas y crepúsculos donde las sombras de los árboles jadean al ritmo de los instrumentos de sus propios vientres, y el color de las tardes son del mismo color de los sueños de los niños. Elsa iba resuelta a hacer su propio pan en la ciudad de las luces postizas, quería enfrentar sus propias esperanzas y las que de su madre heredó. Soñado.
De puerta en puerta a diario tocó Elsa cada esperanza y solo encontró una muchedumbre anémica.
Elsa como su madre, regresó a su tierra con ojos de luna menguante. Nada consiguió al otro lado.
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